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La autopsia de Jane Doe

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Muchas veces son pequeños detalles los que elevan la calidad de una película, los que generan empatía entre el espectador y los protagonistas, los que hacen que un film destaque entre la avalancha de estrenos que se producen todos los meses. Este es el caso de “La autopsia de Jane Doe” (“The autopsy of Jane Doe” 2016, André Ovredal), una película de terror británica, ambientada en Estados Unidos, que consigue transmitir todo tipo de sensaciones al espectador a lo largo de un metraje corto, pero muy intenso.

Tommy Tilden (Brian Cox) y su hijo Austin (Emile Hirsch) regentan un antiguo crematorio y sala de autopsias en una pequeña ciudad estadounidense. Una tarde reciben el encargo de averiguar la causa de la muerte de una joven cuyo cuerpo ha sido encontrado dentro de una casa, cuyos ocupantes también estaban muertos en extrañas circunstancias. Cuando inician su trabajo, padre e hijo descubren que el cadáver presenta aspectos inexplicables según sus conocimientos de medicina.

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Nos encontramos en esta ocasión con una película de género muy inteligente, en la que los recursos disponibles se aprovechan al 100% para ofrecer al espectador algo diferente a lo que se lleva actualmente. La construcción y desarrollo de los personajes está muy cuidada y el argumento se desplaza tranquilamente, como sin prisa por asustar a una platea que siente llegar la tensión muy poco a poco.

El detalle al que me refería al comienzo es tan nimio como genial, el cual conlleva crear un sentimiento de calidez y familiaridad en la trama y que traslada al espectador hacia donde quiere en todo momento. Este es tan sencillo como que el lugar de trabajo de los dos protagonistas está situado en la parte subterránea de la propia casa familiar, lo que hace que la acción se lleve a cabo en un lugar aislado del resto. Así mismo este pequeño detalle hace que todo lo que sucede entre los personajes se vea como más íntimo, familiar y privado sin la asepsia emocional que estamos acostumbrados a ver en estos lugares, tanto en la vida real, como en la pantalla. Una novia del hijo y un gato del padre completan el ambiente familiar impropio de las películas de este género.

La labor de los dos actores principales, Brian Cox y Emile Hirsch, excelentes ambos, contribuyen a crear un ambiente de realidad y familiaridad al dar vida a este padre e hijo, los cuales tienen una relación cordial, pero ensombrecida por un hecho acaecido años atrás. Ambos actores representan con total solvencia la rutina de ambos a la hora de ejercer su oficio, la cual se verá desmontada por la llegada de este cadáver preñado de misterios.

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Decir que el título hace referencia al nombre que se da en inglés a una persona del género femenino cuyo nombre se desconoce (Jane Doe) y que la tradición literal en español de su equivalente masculino sería Juan Nadie (John Doe). Esto me retrotrae a otra película en la que se usa este nombre genérico rodada hace muchos años. Me refiero a “Juan Nadie” (“Meet John Doe”, 1941), dirigida por Frank Capra e interpretada por Barbara Stanwyck y Gary Cooper, aunque en este caso el género era aquel socialismo mágico que tan bien sabía mostrarnos el director norteamericano.

Técnicamente la película está muy por encima de lo que nos acostumbra ultimamente este género. Así,  tanto el uso de la luz como de la música es muy inteligente, aunque en el tramo final caiga en un uso excesivo de ambos recursos para asustar al espectador. La verdad es que la última parte del film no consigue mantener el nivel conseguido en su primera hora de metraje, en la que la disección del cadáver y los intentos de descifrar el misterio resultan mucho más interesantes que la descarga de sustos que nos muestra en su parte final.

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Precisamente el final  lo podemos considerar ligeramente abierto en su interpretación de lo sucedido en la casa durante el film y deja la puerta abierta a posibles secuelas (algo a lo que estamos más que acostumbrados). Es éste uno de los pocos recursos del guión que no nos sorprende, ya que la escritura del mismo a cargo de Ian B. Goldberg y  Richard Naing está llena de elementos novedosos lo cual ya es suficiente razón para acercarse a este film que, junto con “La bruja” (“The witch” 2016, Robert Eggers), ha conseguido revitalizar el género de terror. Algo que ya habíamos podido vislumbrar recientemente en películas como “It follows” (2014, David Robert Mitchell) o “La invitación” (“The invitation” 2015, Karyn Kusama).

Dejo para el final a André Ovredal, un hasta ahora desconocido para mi director noruego, el cual realiza una labor muy interesante en éste su segundo largometraje. El control del tempo del que hace gala, así como la escasa utilización de efectos especiales nos desvelan a un director inteligente, que conoce su labor y que busca llegar al espectador por caminos más complicados de lo habitual. Sólo al final Ovredal cae en la tentación del susto más convencional lo que baja el nivel de la cinta en este tramo.

En definitiva, se trata de una película que merece mucho la pena ver si eres fan del género de terror y que acercará a este género a los que no les guste recibir más sustos que los que la propia vida ya nos da cada cierto tiempo.

Gabriel Menéndez

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